La pandemia ha empeorado las condiciones laborales de muchas mujeres migrantes trabajadoras del hogar. Algunas de ellas han llegado, incluso, a estar retenidas en las casas en las que trabajaban.
Marisa es trabajadora del hogar interna del servicio doméstico. A principios del mes de marzo, casi todos los miembros de la familia para la que trabajaba desde hacía tres años se contagiaron de COVID-19. Ella se llevó la peor parte: estuvo 12 días encerrada en la habitación, le pasaban agua y comida por una trampilla.
La insistencia de su hija, ante la petición de auxilio con una breve nota de voz desde su móvil, logró que el SAMUR la recogiese: “Casi no podía ingerir la comida, sabía que si me quedaba ahí iba a morir”, citaba.
Al salir estuvo varios días ingresada. No se preocuparon por ella mientras que estuvo en el hospital, pero cuando se recuperó, le hicieron un nuevo contrato de dos horas.
En mayo Marisa decide buscar otro trabajo y para contratarla le hicieron una PCR. Pero, las condiciones no se las dijeron por adelantado. Estaba cobrando el salario mínimo, 950 euros, por 15 horas de trabajo diarias: 80 a la semana.
Desde el inicio de la pandemia se ha multiplicado la demanda de cuidadoras y trabajadoras del hogar para hacerse cargo de personas mayores.
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