Eleazar Blandón murió el sábado de un golpe de calor tras ser abandonado en un centro de salud de Lorca (Murcia). Lo llevaron en una furgoneta, lo dejaron en la puerta y se marcharon. En la plantación de sandías donde trabajaba se superaron ese día los 44 grados y, según cuentan los amigos de la víctima, a Blandón, en pie desde las cinco de la mañana, no le daban ni agua para refrescarse.
Su familia denuncia que los responsables no lo auxiliaron cuando comenzó a sentirse mal, que tampoco llamaron a una ambulancia, y que se demoraron hasta para dejarlo tirado en el ambulatorio. Su hermana Ana recuerda desolada al teléfono la frustración de un hombre que no podía permitirse dejar de trabajar, aun en las condiciones más duras. “Un día me llamó llorando: ‘Aquí a uno le humillan’, me dijo. ‘Me llaman burro, me gritan, me dicen que soy lento. Te tiran el polvo en la cara cuando estás agachado. No estoy acostumbrado a que me traten así’.
Blandón, de 42 años, llegó a Bilbao en octubre del año pasado dejando en Nicaragua a su esposa embarazada de cinco meses y cuatro hijos. Su mujer, Karen, apenas puede articular palabra, tampoco escribir mensajes. No se lo cree. “Mi bebé no conoció a su papá”, escribe desde Jinotega, el municipio en el que vivían.
El día antes de morir “le di una botella mía para que la metiese en el congelador. Creo que el día que murió fue el único día que pudo llevarse agua”, cuenta con rabia su casera, Luli Zenteno. “Era una bellísima persona, cocinaba para mí y sus compañeros para compensar la ayuda que le dábamos porque no tenía ni para comer”, solloza. “Los tratan como a perros”.
Blandón no tenía papeles. Buscaba en España una vida mejor para su familia, pero emigró para salvar la suya y la de sus hijos. Se había involucrado en las manifestaciones contra el régimen de Daniel Ortega y comenzó a recibir amenazas: “Contrólate o pagarás con tus hijos”. Pidió ayuda a su hermana Ana, que vivía en Almería, y tomó un vuelo a Bilbao. Allí pidió asilo, pero, con el sistema saturado, no le convocaron para formalizar su solicitud hasta meses después. Y llegó la pandemia y todo se paró.
Se mudó a Almería con su hermana y trabajó clandestinamente repartiendo agua y, aunque lo intentó, no consiguió una cita para poner en orden sus documentos. No le quedó más remedio que someterse al trabajo precario y se mudó a Murcia donde le dijeron que podría ganar algo de dinero y hasta regularizarse.
El detenido, que ha quedado en libertad con cargos, no tiene buena fama entre sus empleados, muchos de los cuales tienen miedo a hablar. “Siempre nos daba los peores trabajos, los más duros. Allí además nunca hay sombra. Estás en el puro campo pelado. Nunca entendí el trato que nos daba”, cuenta un nicaragüense que trabajó para él. “Un día de mucho calor necesitaba agua y me dijo: ‘Por mí muérete, ni familia mía eres’.
Las hermanas batallan ahora por repatriar el cuerpo de Blandón y enterrarlo en su pueblo, pero no tienen los casi 5.000 euros que puede costar la operación.
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